viernes, 20 de octubre de 2017

El Trastero

Eran un matrimonio feliz. Lo habían sido siempre, desde novios, antes y después de tener a los dos niños. Sarah y Alex habían sido pareja desde los quince años y seguían unidos treinta y siete años después.





Todo había empezado mucho tiempo atrás, sin que Sarah lo supiera.

Cuando vivían en el pueblo podía ejercitar su gran afición secreta, gracias a las muchas propiedades que tenía la familia de Alex. Disponía de varios graneros abandonados, alejados del núcleo urbano.

Pero tuvieron que mudarse a la ciudad, donde Alex,  funcionario público como secretario en la pequeña alcaldía, había sido trasladado a un puesto mejor.

Realmente él no quería mudarse porque vio amenazada su vida secreta, pero no tuvo más remedio que aceptar el cambio. Su mujer, Sarah, se enteró de que le habían promocionado (en el pueblo los rumores corrían como la pólvora) y no pudo poner excusas. Era un alivio económico y la oportunidad para que sus hijos pudieran ir a la Universidad cómodamente.

Sarah había heredado un piso en la ciudad, sin trastero ni plaza de garaje. Su mujer así fue feliz, aunque para él, la vida transcurría gris y sin alicientes. Dormir, levantarse, desayunar, trabajar, volver a casa, escuchar sin oir y asentir… Ni siquiera la sonrisa de sus hijos le daba vida. Se sentía prisionero.

Un día, volviendo de la oficina, vio un cartel en un edificio de trasteros al lado de casa. Era una edificación vieja, sin vigilancia 24 horas como esos lugares modernos que se construían ahora, donde sólo había trasteros de diferentes tamaños. “Se vende trastero. 12 m2”. El teléfono anunciado en letras amarillas fluorescentes parecía refulgir con efecto hipnótico.

Se citó para verlo con los a espaldas de su mujer. “Tengo que hacer horas extras, el anterior Secretario no había terminado la contabilidad del año anterior, y hay que mandar las cuentas anuales…. Voy a llegar tarde durante un tiempo”.

Tras adquirir el trastero tuvo que ir de compras con el fin de prepararlo para sus propósitos, forrando las paredes y el suelo -de por sí bastante gruesos-con paneles acústicos. Para conseguir una mayor insonorización.

En un lado, decoró la estancia con una pequeña mesa y una radio, con una butaca para poder observar toda la sala. En la pared frontal colocó una cama de matrimonio y un buen colchón, atornillando un cabecero con barrotes a la pared. La ropa de cama era de seda negra.

Atornilló un cable de acero del estilo de freno de bicicleta, con una argolla y otro cable colgante que terminaba en un collar con candado, de lado a lado de las paredes alejadas de la puerta de salida.

Aprovechando una visita de fin de semana al pueblo, trajo sus materiales. Entre sus preferidos eran un azotador rojo, esposas, unos juegos de inmovilización y una rampa postural. Pero tenía todo tipo de objetos de perversión.

Sólo faltaba ella.

Buscó hasta encontrar a su princesa perfecta. Estuvo unas semanas observándola, vigilándola, viendo como otros hombres se acercaban a ella. Finalmente decidió que debía ser suya, así que una noche con una excusa tonta salió de casa, directo a su objetivo. “Voy a salir a correr, no me esperes”, dijo, mientras se colocaba su capucha.

Consiguió traerla, inmovilizada, hasta su trastero. No se cruzó con nadie, a esas horas, no era lo habitual. La expectación de que le vieran le erizó el vello de sus antebrazos y un escalofrío le excitó sobremanera.

Pero pudo introducirla sin problemas en su pequeña sala. Aquí él era El Amo. Aprovechando que ella estaba inconsciente, ató sus muñecas al cabecero, le tapó la boca con una mordaza de cuero y le maquilló los ojos.

Su princesa despertaría sola, maniatada,  tendría que esperar a que él, su Amo, volviera.

Esa noche Alex durmió como un niño.

El día siguiente transcurrió sin novedades, aunque su excitación le hizo salir antes de trabajar, aludiendo motivos personales, para poder estar con su princesa. Cuando llegó la encontró tal y como esperaba… y pudo cebarse en ella, saborear cada poro de su cuerpo, oler su cabello, sentir el pánico contenido…

Sarah volvía de hacer la compra, cuando vio a su esposo en pleno horario laboral entrar en la casa de al lado. Aprovechó que la puerta quedó entreabierta por un descuido de su marido, cuya actitud era realmente extraña. No sólo tenía la llave de un edificio de trasteros sino que además iba en horas de trabajo.

Le siguió hasta la planta sótano, donde las puertas se distanciaban más que en la planta baja, luego eran trasteros mucho más grandes. En el penúltimo, su marido entró, y Sarah quedó fuera, sin saber qué hacer. Decidió no hacer ruido y esperar. No transcurrió más de media hora, cuando su marido al salir, tropezó directamente con ella.

Y entonces su mente fotografió una escena que la perseguiría de por vida.

Nunca olvidaría la expresión de absoluta felicidad y salvajismo que inundaba las facciones de su marido, con la imagen de una muñeca de silicona, una especie de Barbie tamaño natural, colgada del techo con un arnés y con las piernas abiertas y el labial totalmente corrido por toda su cara de plástico.





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