viernes, 23 de febrero de 2018

Zilant

El coche, destartalado y con más años que su conductora, dejó de emitir sonido alguno. Marina tuvo que abandonar el coche en plena carretera, o más bien, camino de tierra. Se dirigía a su pueblo, a pocos kilómetros del lago más grande de Tatarstán, tras visitar a su tía que había caído enferma y que residía en otro pueblo al que no se podía llegar de otra forma que no fuera con vehículo propio.



No tenía más remedio que echar a andar, en esta zona no había nada, dado que comenzaba la reserva del Volga, un hábitat de estepa boscosa donde el clima era más bien húmedo en esta época de verano.

Seguiría el camino, no tenía más opciones, y cuando estaba rumiando acerca de su mala suerte y de sus pies ya maltrechos dentro de sus tacones, se cruzó con un ratón de bosque. La sorpresa desencadenó una caída que terminó con un tobillo herido y un aterrizaje sobre el fresco musgo del suelo, lo que al menos, aminoró el impacto. ¡No podía creer su mala suerte!
¡Quizás, con suerte, encontraran su cuerpo momificado si no conseguía salir de allí! Giró la cabeza y no vio más que nada, dentro de que estaba en un bello paraje y que a su derecha podía ver la orilla del inmeso lago Quaban.

Su instinto, aunque sabía que era altamente improbable, le llevó a gritar pidiendo ayuda en su idioma materno, el tártaro, mientras su mente razonaba, que mejor guardara energía dado que la posibilidad de encontrar otro ser humano en las inmediaciones era extremadamente remota.
Su sorpresa fue aún mayor cuando vio una figura a contraluz dirigiéndose hacia ella, terminó con las posaderas, húmedas por culpa del maldito musgo verde, de nuevo en el suelo. Quedó paralizada, no esperaba encontrar a nadie en esta zona abandonada desde tiempos inmemoriales por culpa de leyendas y palabras temidas pronunciadas en susurros.

Sus ojos le llamaron la atención, porque tenían un color miel que irradiaba luz propia, en contraste con una piel curtida y quemada enrojecida por el sol y una cara enmarcada por una barba blanca extremadamente cuidada. La ropa del anciano era sencilla.

Cuando se acercó, Marina no sabía qué esperar, e intentó ponerse en pie. El hombre la evaluó, pero no hizo ningún ademán para tenderle la mano.
Ella no estaba acostumbrada a que un hombre le prestara tan pocas atenciones, normalmente solía causar bastante impresión al sexo opuesto, gracias a una estupenda genética heredada de su madre. Este hecho le produjo una gran inseguridad. Pero aún peor fue mirar a los ojos al recién llegado, puesto que no percibió atisbo ninguno de sentimiento ni de humanidad, sólo sintió un cierto miedo, y un sofoco ahogado recorrió su garganta.

Hola…. Perdone…” consiguió balbucear mientras pestañeaba, indecisa, “¿podría ayudarme? Se me ha averiado el coche. Necesitaría transporte, vivo al norte de Mayna, no sé muy bien si Usted…” Sólo le respondió el silencio, porque el anciano, que parecía tener la energía de un joven, se dio la vuelta sin manifestar expresión alguna, y echó a andar.

Marina decidió seguirle, pero aunque le indicó la dirección del coche e intentó conseguir una respuesta, ni media palabra salió de la boca del anciano. Quedó bastante sorprendida cuando llegaron a una pequeña cabaña de piedra y madera que parecía abandonada, si bien quedó claro que estaba invitada a entrar.

La única estancia estaba llena de polvo acusante de un prolongado desuso, si bien tenía el mobiliario justo y necesario de una pequeña cocina y salón todo en uno. Una escalera conducía al piso superior. Marina se sentó en el sillón, tras interpretar un gesto breve de su anfitrión, y sintió cómo el cansancio invadía sus extremidades, que parecían más pesadas. Sus ojos se cerraron y cayó en un profundo sueño.

Cuando despertó, se encontraba sola en la estancia pero dos de sus cinco sentidos le hicieron sentirse en el hogar: el crepitar del fuego en la cocina, donde en una vieja marmita cocía algún tipo de estofado, y el sabroso olor que emanaba de la misma. El tobillo le había dejado de doler.

En la planta superior no había sino una cama y un pequeño armario con dos mudas y unas botas embarradas. Mirando por la ventana vio las estrellas brillar y dado que no parecía estar el anciano, decidió salir a buscarle, pero la puerta no abría.

Empezó a ponerse nerviosa, cuando se acordó de los cuentos que su abuela le relataba en su niñez acerca de los desparecidos en la orilla del Volga, obra de un monstruo alado de las leyendas tártaras… A Marina al principio, esas historias, le trasladaban a un mundo de fantasía y magia olvidado, pero a medida que fue creciendo, se convirtieron en historias de abuelas que enmascaraban la realidad de los muchos psicópatas que buscaban un lugar solitario para ejecutar sus crímenes.

Así que con gran decisión planeó salir de la casa fuera cual fuera el precio, para huir de la evidente privación de libertad que suponía encerrarla en la sucia cabaña. La puerta no abría, así que cogió una vieja silla bajísima y con un fuerte ademán golpeó con ella la ventana principal. Los cristales cayeron en infinitas formas y tamaños bañando el antiguo suelo de madera.

Ni corta ni perezosa ni preocupándose de si se cortaba en el intento, Marina se deslizó hacia el exterior, observando una blanca noche con una enorme luna llena reinando en el horizonte.

Entonces lo oyó, era como un enorme chapoteo, una gran caída de agua, que provenía directamente del ahora oscuro lago, y se dirigió inmediatamente, aunque a hurtadillas e intentando buscar protección en las plantas de la orilla, hacia sus aguas.

Recordó inmediatamente las palabras de su Bab (abuela), cuando le contaba leyendas tártaras sobre el Zilant.

Tuvo que frotar sus ojos maravillados por la visión de una enorme criatura, mitad serpiente alada, mitad dragón, que bañaba sus escamas en la negrura del lago Quaban. Por mucho que intentaba, no despertaba del sueño, ni conseguía dejar de ver la increíble imagen.

Esperó quieta entre los arbustos, y la figura, a medida que se acercaba a la orilla, se iba transformando, hasta adoptar la forma del anciano. Marina no sabía si debía correr o esperar, pero entonces el ser se dirigió directamente hacia ella y le habló con un profundo y cerrado acento, blandido por una melodiosa e increíble voz inhumana que borró en un segundo todos sus miedos.

Finalmente, Marina abrazó las olas del lago y las hojas caídas de los árboles, mientras la vida abandonaba un cuerpo que sonreiría para siempre.


Para mis lectores de Rusia (con mucho amor)





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