Creo que a veces no me acuerdo de quién soy realmente, y creo que cada vez ocurre con mayor frecuencia.
Estoy vagando por este paisaje de árboles y piedra que me resulta tan conocido, me cruzo con caras de tristeza, otros sin embargo sonríen a escondidas.
Nadie se fija en mí.
A veces recuerdo cuándo veía a mi hija pasear, incluso mi memoria me permite en alguna ocasión rememorar a mi hermano, si bien su rostro se oculta de mí tras un velo gris.
El sol, aunque no calienta, luce rojo en su retirada tras el horizonte, y en ese momento la veo a ella.
Es mi hija, que en mi mente recuerdo pintada con otros colores, y que hoy veo distinta. La falta de tintura en su cabello, otrora castaño, decora su piel con lunares y manchas propias de la vejez.
Acude a este lugar en el que me encuentro, con un ramo de lirios blancos.
Veo cómo los deja en el suelo y da media vuelta, sin mediar palabra conmigo, pero cuando veo su espalda la olvido. Ya no la reconozco.
Sigo con curiosidad y sin motivo a esa vieja mujer hasta la verja. Después, mi espíritu, cada vez más olvidado, vuelve a su deambular sin sentido por el cementerio, a duras penas vivo de momento, gracias a la memoria de esa anciana, que pronto formará parte del laberinto de lápidas.