Érase durante el año de Nuestro Señor 1.557, La Parra de las Vegas, pequeña y rica localidad en Cuenca. Dicho pueblo siempre había gozado de una situación privilegiada; dada su altura, superior a la de los pueblos colindantes, los lugareños aprovechaban el microclima para disfrutar de mejores cosechas tanto en tiempo de sequía, como en tiempo de exceso de agua.
No se trataba de pueblo cualquiera, era lugar obligado de paso para tanto nobles como comerciantes, gracias no sólo a su buena agricultura ni a su no menos agraciada ganadería, sino a que en esta localidad se encontraba la residencia de los Condes de Cervera.
El Conde era casi invisible para las gentes del lugar, si bien la Condesa, aunque anciana, tenía grandes caprichos de ropajes, joyas y adornos para su persona, costumbre que atraía en gran manera a lisonjeros vendedores, que exponían sus mercancías en La Plaza del pueblo, esperanzados de poder hacer negocio. Otros nobles de menor linaje venían atraídos por la alegría y color de las calles de La Parra, por la gracia de sus habitantes y no menos, por las fiestas y reuniones que organizaba la Condesa.