Era 25 de agosto de 2049, hacía ya diez años que habían aterrizado en nuestro planeta y nos habían esclavizado a todos. Los alienígenas, a los que llamábamos los falú por el color rojizo de su piel, habían llegado a nuestro planeta en una gran flota de naves. Venían preparados para invadirnos, dominarnos y explotar nuestro planeta.
La mayor parte de los 9.000 millones de seres humanos que habitábamos el mundo habían fallecido durante la invasión. Quedábamos muy pocos.
Los falú nos utilizaban mayormente para trabajos pesados. Mi colonia, por ejemplo, explotaba una mina de coltán. Es un metal verde oscuro, con retazos dorados, que antes utilizábamos para fabricar los chips de los teléfonos móviles.
Creíamos que estos seres los utilizaban en la confección de sus naves. Cada día bajábamos a la mina vigilados por estos ellos, y debíamos trabajar sin descanso hasta la noche.
No sólo nos controlaban con armas, sino que a los que nos habían atrapado, que éramos la mayoría de los supervivientes, nos habían insertado nano robots que no tenían otra función que, en caso de rebeldía o desobediencia, causaban o bien dolor, o directamente fallo total del organismo, provocando la muerte de la víctima.
Tal era su nivel tecnológico, que las mujeres que habían quedado embarazadas tras la implantación, transmitían al feto los nano robots. Lo descubrimos con gran pesar cuando ocurrió el último intento de huida. Unos padres intentaron escapar hacia las montañas con un niño recién nacido. Se decía que allí había una base militar subterránea. Tras capturarlos, sacrificaron al hombre y al bebé, perdonando a la madre como recordatorio viviente de su control sobre nosotros. Los nano robots hacían su trabajo, que paradójicamente era mantenernos con vida mientras fuéramos útiles y terminar con nosotros cuando fuera necesario. Vivir con esos bichos dentro no era fácil, no era como desayunar todos los días lo mismo, o sentarse en la misma silla incómoda, uno no podía acostumbrarse.
Una mañana cualquiera, nos levantamos de los camastros y directamente nos dirigimos a situarnos en las filas que formábamos diariamente, delante de cada barracón. Cuando estuvimos todos, sonó un pitido y sabíamos que debíamos comenzar la marcha. Un alienígena vigilaba cada fila. Embutidos en un traje parecido al neopreno y con escafandras en forma de campana transparentes, llevaban unas pequeñas bombonas a la espalda sujetas con cinchas alrededor de sus brazos. Aunque parecían humanoides, su piel rojiza y sus cabezas redondas dejaban claro que no compartíamos absolutamente nada excepto la forma humanoide, si bien sus extremidades eran más alargadas.
Al oír el pitido el primero de cada fila comenzaba a andar, dirigiéndose hacia la mina, que estaba a un kilómetro escaso de nuestro campo de trabajo. Cuando nos encontrábamos a mitad de camino, sentí un calambre tremendo que me recorrió todo el cuerpo y no pude sino encorvarme presa de una tremenda tortura. Inexplicablemente vi cómo todos los demás se encogían de igual forma, embargados en el mismo dolor que en ese momento tenía dentro de mi cuerpo. No se oyó nada, no se vio nada, pero sentí como poco a poco se iba volviendo más soportable, hasta que remitió lo suficiente como para tomar una gran bocanada de aire y mirar alrededor.
Otros se estaban recuperando como yo, sin embargo los alienígenas se convulsionaban en el suelo, habían soltado las armas que llevaban y se oían unos horribles gritos que retumbaban en mis tímpanos de una forma que me perseguiría durante mucho tiempo.
El segundo de la fila, justo el que estaba delante de mí, de repente agarró una piedra y comenzó a golpear salvajemente el casco del alien que se agitaba en el suelo, e inmediatamente otros amigos y compañeros de sufrimiento vieron el momento de saltar sobre nuestros captores. Vi cómo al romperse el cristal, el alienígena intentaba respirar en vano, hasta que sus ojos negros se abrieron compulsivamente y se cerraron con un segundo párpado blanco, quedó con la boca abierta y en apariencia totalmente muerto. Pude observar el resto de grupos y prácticamente todos los alienígenas yacían inmóviles.
En ese momento se produjo un fuerte sonido de hélices vibrantes y aparecieron varios helicópteros descendiendo de la montaña. De la arboleda surgió un pequeño ejército de soldados liderados por el Capitán Fisher, quien nos organizó desde entonces.
Según habían concluido nuestros científicos, los nano robots estaban en simbiosis con los alienígenas, se encontraban tanto en sus máquinas como en sus cuerpos y les servían como soporte vital, sin ellos no podían sobrevivir. Los impulsos electromagnéticos convencionales no habían surtido ningún efecto sobre ellos, sin embargo, se había desarrollado en base a esta tecnología un PEM (pulso electromagnético) combinado con una radiación ionizante –lo llamaban PEMR- que terminaba con los nano robots, culminando en muerte para estos alienígenas. Su naturaleza se había vuelto tan vaga que ya no podían sobrevivir sin estas diminutas máquinas semibiológicas. Para los humanos afectados no suponía más que la desconexión de los nano robots de sus organismos.
La Gran Guerra había comenzado y costara lo que costara, recuperaríamos nuestro planeta.