miércoles, 23 de agosto de 2017

Brujas entre nosotros - Relato histórico ficticio


Érase durante el año de Nuestro Señor 1.557, La Parra de las Vegas, pequeña y rica localidad en Cuenca. Dicho pueblo siempre había gozado de una situación privilegiada; dada su altura, superior a la de los pueblos colindantes, los lugareños aprovechaban el microclima para disfrutar de mejores cosechas tanto en tiempo de sequía, como en tiempo de exceso de agua.

No se trataba de pueblo cualquiera, era lugar obligado de paso para tanto nobles como comerciantes, gracias no sólo a su buena agricultura ni a su no menos agraciada ganadería, sino a que en esta localidad se encontraba la residencia de los Condes de Cervera.




El Conde era casi invisible para las gentes del lugar, si bien la Condesa, aunque anciana, tenía grandes caprichos de ropajes, joyas y adornos para su persona, costumbre que atraía en gran manera a lisonjeros vendedores, que exponían sus mercancías en La Plaza del pueblo, esperanzados de poder hacer negocio. Otros nobles de menor linaje venían atraídos por la alegría y color de las calles de La Parra, por la gracia de sus habitantes y no menos, por las fiestas y reuniones que organizaba la Condesa.









Ambos habían tenido descendencia, si bien sólo había sobrevivido un varón, el cual había heredado el afán de protagonismo y las alegrías de su madre, aunque sus apetitos distaban mucho de la inocente ansia de riquezas materiales de las que se rodeaba su madre.




Los habitantes de La Parra veían con disgusto las insistencias de Don Lope, el joven Conde, hacia las jóvenes más hermosas, de las que se prendaba el galán. Solía perseguir mediante el acoso y derribo, la estrategia habitual empezaba con unas palabras, unas flores… Las maneras, el título y la presencia del noble solían bastar para que la mayor parte de las veces, la joven asintiera a sus caprichos, o los padres de la misma decidieran llevarla a vivir durante un tiempo a casa de unos tíos o primos lejanos. Finalmente, la situación terminaba por sí misma, cuando Don Lope comenzaba una nueva lidia hacia otro bello rostro.




Y es que la belleza, en La Parra, no era inusual. Las gentes de la Serranía solían ser morenas, con pieles oscuras curtidas por el sol, de estaturas medias; sin embargo, por alguna extraña razón, en este núcleo que era de por sí bastante cerrado, había un gran porcentaje de gentes con ojos claros, cabellos oscuros y piel blanca; lo cual cumplía con los estándares de belleza de la época.




La última agraciada con la atención del joven había sido la hija de uno de los pastores, y las intenciones de Don Lope, habían causado una boda rápida entre las dos familias con mayor número de cabras en el pueblo. El alivio que llegó a esas dos familias crecía en la misma medida en la que la preocupación lo hacía en el corazón de los padres de las jóvenes en edad casadera.




El pueblo en su mayoría sintió bastante descanso, exceptuando a Rosa y María, cuando Don Lope comenzó una nueva aventura de conquista hacia Rosa.
Alejada de la última casa en la zona del Egido, se encontraba una de las viviendas edificadas según la arquitectura típica de La Parra. Las fachadas revestidas de piedra típica de la zona, podían esconder preciosos patios populares, puertas con hermosos dinteles de madera, huecos profundos para los ventanucos, bellas viviendas todas ellas a su manera, daban al pueblo un color gris de piedra, con toques verduzcos y algún ocre. Las calles carecían de asfalto sino pura tierra apelmazada, dura y barrida por tantas mujeres, que escasamente levantaba polvo en verano.




Esta última casa no era diferente. Gris, pequeña y de una sola altura, pequeñas ventanas profundamente incrustadas en los anchos muros, y una estrecha puerta de madera con remaches que no daba a un patio, sino directamente a la cocina de la casa, que hacía las veces de salón. Un fogón en el suelo, sobre el que como en cada casa, solía reposar una olla de barro alta, cuyos guisos se removían con una larga cuchara de madera. Las dos residentes de la casa, no eran hermanas, y aunque a todos les había causado extrañeza que decidieran vivir juntas, nadie en el pueblo había decidido juzgar que dos mujeres jóvenes quisieran compartir su tiempo, aunque mayores amistades más allá de la mera educación, no habían desarrollado.




Rosa y María hacían transcurrir sus días sin sorpresas, ambas mujeres vendían sus flores, exquisito postre típico de los pueblos manchegos, y sus zarajos en La Plaza, y las migas diarias que le subían al campo a algún pastor viudo que les pagaba con la carne de su rebaño. También tenían alguna tierra que les araban terceros y por las que percibían una renta, en definitiva, disponían de una economía modesta pero suficiente.




Rosa era rubia, ojos almendrados, estatura media y figura muy proporcional. María era morena, de ojos claros tan típicos en este pueblo, tremendamente delgada aunque disponía de una energía inusual. Ambas tenían un fuego especial en la mirada, no transmitía alegría, sino una profundidad que te hacía sentir como si te asomaras a lo desconocido.




Quizás fuera un gesto, o quizás se debiera a la manga que se le había deslizado más debajo de lo moralmente aceptable, al entregar las flores a Miguel, el posadero, que solía poner esos dulces a disposición de sus clientes en el local que regentaba, pero Don Lope no pudo sino fijarse en la muñeca de Rosa, en la belleza de su forma, en cómo los huesos se le marcaban en su piel blanca; pero en ese momento, sus ojos se cruzaron, y aunque para Rosa ese corto instante no significó nada, a Don Lope le pareció la mirada más cautivadora que había vivido nunca.




En ese momento, Lope dejó de pensar en la hija de los pastores y su hermoso rostro, y no paró de investigar acerca de esta otra plebeya, sus costumbres, su rutina y sus quehaceres. No podía entender la decisión de ambas mujeres de separarse de lo común y más aún le resultaba imposible comprender cómo Rosa parecía ignorar cada una de sus pretensiones, de sus palabras y de sus regalos.
Las bellas quitameriendas con las que intentó conseguir sonrojarla, sufrieron el mismo destino que los agracejos, incluso una pulsera de plata terminaron todos de vuelta en su mano. Ninguna flor ni ningún regalo pudieron darle un instante de conversación con ella, y este desdén hacia su persona, no consiguió sino avivar el fuego que había empezado a arder en la mente del joven.




Fue un día de calor, que empezó con fresco, cuando decidió interceptar a Rosa en su camino hacia los prados que se encontraban hacia Valeria, donde Pablo, el pastor viudo, esperaba sus migas, mientras engordaba su rebaño de cabras y ovejas. Rosa, como cada mañana, se había levantado con el canto del gallo, y tras preparar las migas se había encordado las saya negra. Delantal encima y camisa debajo, como era usual, y pañuelo para cubrir el cabello rubio.




El camino no se hacía duro, y estaba marcado por el pasar de muchas veces, así que no había pérdida. Su mente, habiéndose alejado bastante de su casa, y a mitad de camino, estaba vagando por lo que esperaba del día. Volver a casa, ir a casa de la Benigna, quien tenía la masa madre del pan y llevarlo a casa, ya que les tocaba hacer el pan en el horno del pueblo. María estaría haciendo la colada, y tendrían que encargarse de recoger las moras de la tierra tras su casa, que ya estaban todas negras y gordas, antes de que los pájaros se las comieran todas.




En ese momento, sin esperarlo, apareció Don Lope, que le había estado siguiendo desde hacía un tiempo, y a quien no soportaba, montado sobre su caballo. “A dónde te diriges Rosa, puedo llevarte en el caballo”. “No, Don Lope, le agradezco el ofrecimiento, pero debo seguir mi camino”. Al joven Conde no le complació la respuesta, su cara reflejó un profundo disgusto. Se bajó del caballo y se interpuso en su camino. Ella se paró en seco y boquiabierta, sintió la mano de Don Lope aferrar su antebrazo, con un dolor profundo que ascendió hacia su hombro. “Don Lope, qué hace Usted, ¡por favor déjeme en paz!”




El muchacho estaba totalmente enfundado de ira, y Rosa se giró intentando escabullirse, golpeando con su cesta la cara de Lope. Éste la soltó para intentar agarrarla con ambas manos por detrás, pero ayudando en la huida a Rosa, una piedra le provocó una fuerte caída, de la que no pudo recuperarse a tiempo de verla desaparecer tras una loma.




Lope se encontró en el suelo, sin poder levantarse, con la rodilla girada en un ángulo extraño y su ropa llena de cardos. Tras mucho sufrimiento y con ayuda del caballo, pudo levantarse y montar, para dirigirse al Palacio. Al llegar al mismo, lo recibieron los sirvientes, y pudieron lavarle y encamarle, dado que el dolor no había minorado y tenía toda la rodilla hinchada.




Su madre, Catalina, entró en su habitación, vestida de azul y enormemente preocupada por el hijo que le quedaba y que era todo para ella. “Lope, cariño, ¿qué te ha pasado?” “Madre, ha sido Rosa, que me ha embrujado y me ha provocado este accidente, es una hechicera y encandilera. Ha tomado represalias contra nuestra casa por su envidia malsana, mira en qué estado me ha dejado…”.




Catalina, que era muy devota, no dudó en actuar inmediatamente, y escribió unas líneas rápidamente, mandando un mensajero directamente a Toledo.  
Por cuanto vos, Don Alonso, debéis acudir de inmediato a nuestras tierras, para actuar en contra de la bruja conocida como Rosa de León, vecina entre nuestras leales gentes de La Parra de las Vegas, discípula a su vez de María, con quien desarrolla convivencia contranatura como es entre dos mujeres…. Le ruego a este sagrado Tribunal de Toledo, que nos ayude en estos difíciles momentos en los que nos enfrentamos a actos perniciosos y lejanos de la verdad católica, y que el Santo Oficio se persone para salvarnos a todos.”




Don Alonso, cardenal y obispo, recordó a Catalina, Condesa devota, esta pobre mujer que ahora necesitaba de su mano firme y que tantas veces había ayudado económicamente a la Santa Iglesia. Su deber como Inquisidor General no iba a ser olvidado por todos aquellos con malas creencias, denostadas prácticas y almas oscuras. Ávido de complacer tanto a la Condesa como a la dignidad de su título, no tardó en disponer del comienzo de la caza de las brujas, para lo que escribió con órdenes fehacientes y claras a su compañero Don Fernando de Valdés, quien se encargaría del proceso en contra de las dos Brujas de La Parra.




Don Fernando terminó de leer la carta e inmediatamente dio órdenes a sus ayudantes para tomar un carruaje hacia La Parra de las Vegas. Nada más llegar, vieron la Iglesia y la Ermita. La Iglesia de la Asunción, una de las pocas iglesias de la provincia con dos naves, separadas con arcos de medio punto por columnas de estilo toscano. Asímismo le parecieron bellas las capillas y los retablos que las ornamentaban, de estilo plateresco y gótico, uno de ellos,  y el otro, no menos admirable, mudéjar.




El sacerdote del pueblo era Don Ángel, hombre robusto y pequeño, quien le recibió con grandes atenciones aunque parcas palabras, aterrado de que les visitara un gran Inquisidor de la provincia. “Don Fernando, dígame en qué puedo ayudarle”. “Vamos a comenzar un proceso penal inquisitivo contra los herejes y blasfemos de esta localidad. Prepara a las gentes, porque mañana a primera hora leeremos el Edicto de Gracia.”




La hospitalidad en la Casa de los Condes de Cervera no se podía criticar. Los aposentos estaban limpios y preparados, las viandas dispuestas y esperando a los comensales. La Condesa les recibió con alegría “Don Fernando, gracias por venir, tras la comida le presentaré a mi hijo. Verá Usted que desde que le atacó la Bruja, no ha podido levantarse de la cama, se encuentra totalmente impedido, ya que ningún médico ha podido salvarle la pierna.”




El día transcurrió, para las trescientas almas que llamaban a La Parra su hogar, con gran temor, en incómodos silencios y con gran preocupación. Parecía que los únicos sonidos los producían niños y animales, alguna mujer abroncando a los chavales pero poco más. Los lugareños fueron a dormir, a la espera de lo que pudiera ocurrir al día siguiente, con gran pesar.




Asistieron todos a misa; la actividad, como cada domingo, comenzó con la lectura del sermón por Don Ángel, ante la mirada de Don Fernando y resto de eclesiásticos. El sermón habló de la fe y de la necesaria rectitud que debía ser distintivo de los católicos. A continuación se dio lectura al Edicto de Gracia, donde Don Fernando dejó claro a los presentes que debían diferenciar las herejías y denunciarlas. Se concedió un plazo de treinta días para que los practicantes de artes oscuras y otros confesaran sus crímenes ante Dios.




Pasaron dos semanas durante las que nadie hacía mención a lo ocurrido, el pueblo parecía que había vuelto a la normalidad. Pablo, el pastor, decidió guiar sus pasos hasta la Iglesia. Allí, le confesó A Don Ángel que tenía pecados que declarar, y éste le organizó una reunión en secreto con Don Fernando.
Pablo relató cómo había visto por la noche, a Rosa y a María hacer una hoguera en mitad del campo, cantando y bailando juntas sin ropaje alguno, maldiciéndole por darles un carnero pequeño. “Su Santidad, yo les he pagado con carne, tal y como había negociado con ellas, pero parece que no les ha complacido el más carnoso de mis carneros, y me han echado el mal de ojo”- Pablo, el pastor viudo, no les había entregado ningún animal en pago de la comida diaria, pero no quería realizar ningún pago y ésta era la mejor forma de terminar con su deuda. Don Fernando escribió lo ocurrido, sonriente y complacido, registrando cada palabra y cada detalle.




Rosa y María no habían acudido a la Iglesia, y no habían manifestado entre sí preocupación alguna. Sentían como si la distancia que las separaba del pueblo las hiciera inmunes a todo lo que acaeciera a sus vecinos, y sus vidas continuaron como siempre, a excepción de las migas mañaneras, que Pablo les había rechazado, insultándolas. Suponían que cobrarían a fin de mes, como siempre, aunque no las tenían todas consigo, tampoco querían problemas con nadie, no fuera a ocasionarles problemas con el tabernero, o con la vieja Ángeles, que ya no podía hacer pan y les encargaba hogazas de cada hornada que cocinaban. En realidad eran felices juntas y no pedían nada de la vida más que el tiempo las dejara disfrutar de su compañía mutua.




Si bien había pasado un mes desde que oyeron que la Santa Inquisición estaba en La Parra, no habían pensado que pudiera suceder lo que pasó esa mañana. Golpeando la puerta, se encontraban los vecinos del pueblo, con varios sacerdotes guiándolos. Las arrastraron hasta las puertas de la Iglesia, sus voces silenciadas por los gritos de la muchedumbre, sus vestidos rasgados por sus opresores. La detención de las acusadas las hizo pasar varios días en celdas separadas, dentro del ayuntamiento, donde había cuatro celdas, alejadas de todo y prácticamente comiendo miserias.




En una de las primeras reuniones, Don Fernando instruyó a Rosa de que se le presumía culpable y que debía demostrar su inocencia o reconocer su culpabilidad públicamente, para recibir el castigo oportuno. Ninguna de las mujeres cedió ante las acusaciones, ni siquiera sabían de qué se las acusaba más que de supuesta brujería, ni supieron nunca quienes las habían denunciado.




Tras dos meses de sufrimiento y torturas, se preparó una pira en el centro de La Plaza. Allí se convocó a los habitantes del pueblo, y una noche, se llevó a las presas ante el fuego, quemándolas ante todos. Dicen que María, tras gritar de dolor, confesó su brujería, y maldijo a todos los habitantes y su descendencia con que un día tal que el mismo en que las quemaron, quince de agosto, volverían ella y Rosa, a cobrar su cuota de sangre. Desde entonces, los días quince de agosto, hacemos una parodia de esto para que no se olvide, y se salta el vaso. Los mayores siguen contando la historia de las dos brujas de La Parra…” – Así, Gregorio, uno de los abuelos del pueblo, contaba la historia a sus nietos, Paula, Álvaro y Rodrigo, y a los amigos que se habían acercado a la merienda a casa de “el Goyito”.




Al salir de vuelta a sus juegos, Álvaro les preguntó “¿creéis que es verdad?¿buscamos la casa?” “Con lo que ha contado el abuelo creo que puedo intuir dónde puede estar”, le respondió Paula, la más mayor. Así pues los tres primos, junto a Jorge y Edurne, se dirigieron a Las Heras.




Allí es cierto, había una casa vieja de la que no quedaban más que los muros, estaba todo lleno de piedras y basura. Rodrigo se metió entre las piedras junto a Edurne, y juntos fueron al muro del fondo en el que aún quedaba el hueco de una ventana. “Mira, ¡¡hay moras!!” Rodrigo tendió la mano, y Edurne le dio un manotazo para evitar que cogiera ninguna, “¡¡no se te ocurra!!”. Finalmente todos corrieron despavoridos ante la realidad de que la historia era cierta, y que en cuatro días, era día quince de agosto.