viernes, 1 de septiembre de 2017

Un reducto de magia - Relato breve de suspense

Mary alisó su falda, recolocó su cartel publicitario (¿Mudándote a Fargo? Puedo ayudarte en la mudanza. Mary Claire Higgins) que se veía de lado, y esperó pacientemente en la entrada a la propiedad. Se había citado con unos posibles compradores, esta era la primera vez que enseñaba la casa de los  Brown, una pareja de ancianos que habían fallecido a la vez. Les habían encontrado abrazados y tumbados en la cama. El estado se había hecho cargo de la herencia, ya que no había familiares conocidos ni testamento hecho.



La propiedad se encontraba en una urbanización de grandes viviendas con amplios jardines y esta casa ocupaba una manzana completa. Era una buena oportunidad, el precio era barato para el tamaño, aunque necesitaba un arreglo. El primer potencial cliente era una mujer, Savanna Marie Grey.


Savanna llegó puntualmente en su coche, a la entrada del jardín estaba la agente inmobiliaria, con traje chaqueta azul y el cabello castaño suelto. No pretendía, en principio, adquirir una vivienda tan grande como la que había visto en el anuncio, pero por precio merecía la pena hacer una visita, ya que costaba lo mismo que casas mucho más pequeñas.


Savanna salió del coche y contempló la verja de entrada, antigua, incluso diría cochambrosa. La cosa no empezaba bien. Mary le dirigió una gran sonrisa y comenzó a hablarle de las posibilidades de la casa, el gran jardín donde se podía cultivar un huerto si se quería o incluso instalar una piscina. Al acercarse al edificio le habló de la fachada, que era de estilo mediterráneo y tenía muchísima luz, con contraventanas caladas y suelos rústicos.




Savanna no vio nada de eso, lo que vio fue una casa vieja, azulejos rotos y maderas enmohecidas. Quien fuera a vivir allí necesitaría invertir una gran suma de dinero en remodelar totalmente la vivienda. Decidió irse, y según se dio la vuelta, mascullando una excusa a la agente, la casa pareció emitir un sonido como de madera crujiendo bastante desagradable.


La visita terminó rápidamente, Mary no se explicaba la expresión de la cliente, la casa sólo necesitaba algún toque. Sí es cierto que había pertenecido a una pareja de ancianos, y éstos se sentían cómodos con el estilo antiguo, pero las casas de campo no ofrecían lo último en tecnología ni mucho menos. Afortunadamente tenía muchas citas centradas en esta propiedad y estaba segura de que conseguiría venderla.


La siguiente visita estaba programada en media hora, así que aprovechó para revisar su agenda y contestar unos correos electrónicos. El tiempo transcurrió rápidamente y pronto pudo oír otro coche acercándose a la casa, esta vez esperó en el porche de la entrada.


Los Bronck bajaron del coche. Graham y Helen venían sin niños. Vieron una preciosa casa de estilo colonial, una construcción plana y lineal con techo abuhardillado y salientes que embellecían la fachada blanca y roja. En principio les interesaba, la casa era barata, cuatro habitaciones, tres baños, cocina, comedor, salón, entrada con pequeño aseo y sin necesidad de reforma, totalmente amueblada. Si estaba en buen estado, necesitarían comprarla rápidamente, dado que Graham había sido trasladado a Fargo para reconducir la oficina de la empresa en este estado de Minnesota.

Mary les recibió y comenzó a describir la casa, Graham y Helen no entendían muy bien a Mary y supusieron que ésta se había equivocado con la ficha de la vivienda, pero realmente les daba igual. La casa era perfecta, Helen miraba a Henry fijamente y le hizo una seña cuando Mary no miraba, asintiendo con la cabeza. Graham estaba de acuerdo, la casa era perfecta; excepto por los sonidos que de vez en cuando se oían, como de madera doblándose, que resultaban extraños.

Las habitaciones eran grandes, la fontanería parecía que funcionaba bien, la condición del Estado era que se debía comprar sin revisión previa, los muebles tenían muy buen aspecto. Lo malo es que no tenía instalación de telefonía fija, según parece la pareja de ancianos que antes residía en la casa, no habían querido instalarlo nunca. Mal menor.

Decidieron comprar la casa, no había muchas en venta en esa zona y el precio era estupendo, así que se lanzaron y rellenaron los formularios y papeles que les facilitó Mary.
El Estado les permitía hacer uso directamente de la vivienda, así que al día siguiente podrían mudarse. Helen haría el pago esa misma mañana, afortunadamente, con lo que ganaron por la casa de Brooklyn, no les hacía falta solicitar financiación para la compra.

Los Bronck volvieron al hotel, donde Stephen se había quedado jugando con su consola portátil. Para tener quince años, Stephen era bastante responsable. Además la dueña del hostal les había prometido echarle un vistazo. Cuando volvieron estaba en la sala común del hostal, Stephen con el portátil de su madre mirando internet. Helen vio cómo la pequeña jugaba en los sillones con su muñeca favorita, Clarabell.

Pudo hacer la transferencia y envió el justificante del pago electrónicamente a Mary, y se dispuso a contactar con la compañía de mudanzas para avisarles de la dirección, con el fin de que al día siguiente pudieran llevarles sus enseres y bienes personales. Mientras, dejó a Graham explicando a los niños que pronto estarían en una casa preciosa, habitaciones amplias nuevas, y que cuando estuvieran instalados irían al colegio del barrio a apuntarles para el próximo curso que empezaba en mes y medio.

Durmieron y descansaron, como el que se quita un gran peso de encima, ya que encontrar un sitio -además tan ideal- no era tarea fácil, pero les había sonreído la suerte y no habían tenido que buscar mucho. En dos días habían conseguido una casa.

A la mañana siguiente se montaron en su ranchera y con gran ilusión, Helen les condujo hasta su reciente adquisición. La preciosa valla blanca estaba abierta y el camino limpio de hojas, cuando los niños la vieron les encantó. “Es preciosa mamá” – dijo Stephen, Christine y Clarabell miraban por la ventana. Bajaron del coche y Christine fue a tocar un pilar blanco que sostenía, al borde de la corta escalera de entrada, el techo del porche de la entrada. Se oyó un quebrar de madera, suave y agradable. La niña corrió alrededor de la casa, mientras los padres y Stephen descargaban las cuatro maletas que llevaban, el portátil, y un maletín de documentos.

“Mamá , ¡no nos habías dicho que había piscina!” totalmente emocionada, la niña guio a su madre la parte de atrás, donde tras unos manzanos había una zona con tumbonas y una estupenda piscina de agua azul. “Es increíble, nos lo podrían haber dicho la verdad. ¿Cómo no lo vimos ayer? No me puedo creer que nos haya costado tan barato” pensó Helen, estaba encantada.

Entraron y ya en el recibidor, impecable y perfecto, olía a flores. Había un rosal tras la ventana de la cocina, que había quedado abierta. Las flores del rosal debían haber abierto ese mismo día y generaban un maravilloso aroma que llegaba hasta la entrada. En ese momento oyeron la bocina de la camioneta que les traía sus cosas, así que Graham salió a recibirles y Helen subió con los niños a la planta de arriba.

La habitación de Stephen tenía mucho espacio, dos camas, un escritorio, un gran armario y baño propio. La de Christine era perfecta para una niña pequeña. El resto de la mañana pasó mientras deshacían sus maletas y se sentían tremendamente afortunados de haber encontrado una propiedad en tan buen estado y amueblada.

Graham y Helen hablaron, él se encargaría de la instalación de la línea de teléfono y Helen de hacer una lista de la compra, dado que se habían traído algunas provisiones de Brooklyn pero no suficientes. Mientras Helen revisaba lo que habían traído y lo colocaba, Graham salió al porche a hacer la llamada a la compañía telefónica. Le pareció ver una sombra moviéndose por el jardín.

El móvil de Graham no conectaba dese el porche, así que probó más adelante, en la zona de la piscina, en el salón, incluso subió a las habitaciones pero no consiguió establecer línea para poder llamar. Helen había terminado con la lista de la compra, la dejó al lado de su bolso en la entrada y fue a buscar a su esposo. “Cariño, creo que se me ha estropeado la antena del teléfono. ¿Me dejas tu móvil? No consigo llamar”. Christine sacó el aparato del bolsillo del vaquero y se lo dejó a Graham. Tampoco conectaba, de alguna forma había algo que bloqueaba la señal. “Si quieres vamos a comprar y ya veremos cómo lo solucionamos, es imposible que aquí no llegue la señal, salvo que haya un inhibidor o algo similar”. Con un grito Helen avisó a los niños “chicos venga vamos al supermercado”.

Stephen salió de la cocina con un sandwich de crema de cacahuete en la mano y los cascos puestos “¿me puedo quedar?” A su madre no le gustó nada la idea y le reprochó “entonces se querrá quedar Christine, no, vamos todos”. Helen miró a la pequeña, que bajaba las escaleras, mientras Graham y Stephen se miraban tristemente. De los pequeños labios de la niña, Helen pudo oir una frase lapidaria “no deberíamos salir”, pero la ignoró.

La madre cogió su bolso, echando en falta la lista de la compra. “¿Habéis cogido la lista con lo que había que comprar?” Nadie respondió afirmativamente, y los niños negaron con la cabeza, así que le pidió ayuda a Graham para buscar la lista. Como no la localizaron, decidieron ir sin ella y comprar lo básico de memoria. Subieron en el coche, pero el Nissan no arrancaba. Era un modelo de 2015 así que sólo tenía dos años, estaba prácticamente nuevo, pero no conseguían arrancarlo. Encima sin poder llamar por teléfono.

“¿Te apañas para la cena con lo que trajimos? Mañana nos acercamos al centro en taxi, pido una grúa y comemos por allí” Graham siempre sabía mirarle con ojos cariñosos, convenciéndola de cualquier cosa. “Me parece bien, vamos dentro chicos”. Helen fue a dejar el bolso, y Graham echó un vistazo a la nevera y a la despensa. Lo cierto es que no sabía qué habría apuntado Helen en la lista, pero tenían de todo, no echaba nada en falta.

Cuando Helen fue a hacer la cena vio que Graham había traído comida en alguna maleta, porque los estantes tenían todo lo que en principio pensaba comprar, lo cual en cierta forma les venía de perlas. Decidió preparar sus espaguetis favoritos, con carne y su salsa de tomate favorita. Christine la miraba desde la mesa de la cocina, sujetando a Clarabell, con sus grandes ojos marrones. De la casa emanaba un sonido parecido a un ronroneo mientras Helen cocinaba.

Ya era hora de acostarse, y los padres sabían que Stephen no se dormiría inmediatamente porque probablemente leería o escucharía música de su ipad, pero Helen entró en la habitación de Christine, la tapó hasta la barbilla, y se despidió con un beso.

Mientras, Graham decidió salir a buscar cobertura para su móvil, se puso las zapatillas de deporte y se dirigió a la cancela del jardín. Al intentar abrirla se dio cuenta que debía estar algo oxidada porque la puerta no corría sobre las guías. Intentó empujar ejerciendo palanca con su peso, nada ocurrió. Finalmente empujó con todas sus fuerzas, y en ese momento, oyó a su esposa chillando y salió corriendo hacia la casa. Helen estaba en la habitación, totalmente histérica. Intentó calmarla, la abrazó, Stephen entró en la habitación y se echó a llorar, ambos abrazando a Helen.

Stephen le dijo a Graham: “Yo también la he oído”.
Graham le miró, algo enfadado, pero vio las lágrimas contenidas en la mirada de su hijo y prefirió no decir nada.

Habían perdido a Christine, cuando ésta tenía seis años, en un accidente de tráfico. Helen y la niña iban por la acera cuando un coche las atropelló. Desde entonces, Helen no estaba bien y recibía tratamiento. Decidió que al día siguiente, tras desayunar, saldrían todos andando por la puerta hasta la parada de autobús más próxima que les llevaría al centro, a la oficina de la compañía de telefonía, y a un taller a pedir una grúa.

La noche fue muy buena, el colchón parecía nuevo y descansaron estupendamente, aunque por la noche, los sonidos de la casa se volvieron más insistentes, y despertaron a Graham varias veces. Casi al final de la noche, incluso creyó despertarse con su esposa riendo, pero fue producto de su imaginación, ya que Helen dormía profundamente.

Al día siguente Graham preparó el desayuno para todos. ¡Tortitas con sirope de arce!

Helen y Stephen bajaron las escaleras, éstas produjeron un sonido chirriante, como una queja ante su peso, pero parecían seguras. Desayunaron entre risas, y cuando terminaron, salieron al porche, echaron a andar hacia la valla. La puerta chirrió pero finalmente cedió ante el empuje de Graham, pero entonces Helen empezó a boquear, ahogándose y llorando al mismo tiempo, mientras su piel se llenaba de granos rojos. Graham dejó de empujar y se acercó rápidamente hasta coger a Helen, la acostó en el sofá del porche.

Tras unos minutos, ésta se recuperó, y ya sin granos, miró a sus hombres y dijo: “No me puedo ir y ella no quiere que vosotros os vayáis tampoco”. Helen se echó a llorar, totalmente vencida.

Stephen corrió hacia la casa y trajo algo bajo el brazo. Era un libro diario que había encontrado en el desván y que había estado leyendo la noche anterior. Tenía unas con tapas blancas perladas y se podía leer la palabra diario en la portada. Stephen comenzó a leer en voz alta:

Cuando llegamos a esta ciudad, mi marido compró esta bella casa en la que hemos estado viviendo durante más de cincuenta años. El trabajaba en un periódico y vinimos con la ilusión de una pareja de recién casados, nos enamoramos de este lugar, pero descubrimos que tras mudarnos, yo no podía salir. Cuando intentaba acercarme a la puerta, me sentía morir, me desmayaba y dejaba de respirar."

En otra página del diario aparecía la frase, repetida y repetida "Está viva, está viva, está viva..."

Más adelante hablaba sobre su decisión de no tener hijos, sobre la vida en la casa, con el huerto, los dos siempre juntos.

Luego, había un párrafo que empezaba "Hemos discutido, Bob me ha amenazado con abandonarme, pero si él se va me quedaré sola para siempre ya que ella no me deja salir... " aludía a ella, una y otra vez, tal y como había hecho Helen.

Graham se puso en cuclillas al borde del sofá, miró a su mujer fijamente, y le preguntó: "Cuando dices ella, ¿te refieres a la casa?". Ella asintió, “¿y no puedes salir, porqué?” A Helen se le llenaron los ojos de lágrimas, cuando oyeron una voz infantil, conocida por los tres, que dijo “¿estamos en casa mamá?”

Al borde de las escaleras del porche estaba Christine, agarrada a su muñeca Clarabell. Graham la pudo ver perfectamente. Era ella, era su hija, Helen se levantó corriendo y la abrazó fuertemente, llorando de alegría. Graham no podía creer que estaba viendo a su niña ya que estaba muerta, había fallecido hacía dos años, era imposible.

Finalmente, comprendió la realidad que no quería entender. No podrían salir, la casa estaba viva y había traído de vuelta a su hija. Podrían estar juntos aunque por siempre presos, en el reducto de magia que era La Casa.