lunes, 2 de octubre de 2017

El vecino

Robert, como cada día, salió de su casa mirando la puerta de al lado con curiosidad y miedo. El vecino era un hombre mayor, le había visto escasamente dos veces, dado que no salía de casa, que él supiera, tampoco dejaba la basura fuera para que la recogiera el portero.







Cada día se oía al viejo hablar sólo, a veces dando gritos sin motivo aparente, y a Robert le ponía los pelos de punta. Si lo llega a saber nunca hubiera adquirido ese piso, además era pequeño, y tenía decidido mudarse a uno más grande y con suerte, mejores vecinos.

Ese mismo día, al volver de trabajar, vio una ambulancia que se llevaba al viejo, según parece había fallecido hacía unos días. La hija no le localizaba y decidió pasarse por la vivienda, descubriendo a su padre tirado en el suelo en posición antiálgica, cadera y rodilla flexionadas, con una expresión de dolor congelada en su piel arrugada.

Las labores de limpieza empezaron ese mismo día, pero Robert no pudo aguantar el olor que llenó el descansillo y su casa desde el momento en que empezaron, así que decidió irse temporalmente a casa de su madre.

A la semana, vio el anuncio de venta de la vivienda, que era idéntica y simétrica a la suya, y como tenía dinero ahorrado, habló con la hija de su anterior vecino. Robert hizo una oferta muy ajustada que fue aceptada.

En pocos días, Robert estaba firmando la compra, y recibió las llaves de su nuevo piso, el cual pensaba juntar con el suyo para disponer del doble de espacio.

Esa noche Robert se despertó, enormemente asustado, puesto que oía al viejo gritar, como cada noche. Era imposible, el hombre había muerto, sin embargo en esta ocasión podía oír claramente la voz gritando. Entró en la otra casa, con el fin de ver si algún intruso había ocupado su reciente adquisición, si bien no encontró a nadie, tan sólo los muebles que habían dejado.

El ruido parecía provenir de la habitación principal. El suelo temblaba, y Robert cayó al suelo presa de un dolor infernal que le impedía siquiera pensar.

A la mañana siguiente intentó levantarse, con una enorme jaqueca y restos de sangre reseca en las orejas y el cuello. Decidió salir de la casa, pero no encontró la llave y tampoco pudo encontrar la salida.

Sólo veía el suelo de madera, las tablas interminables se movían a medida que avanzaba por la vivienda. Cuando creía haber llegado al hall de entrada se encontraba de nuevo en el salón, y al salir, volvía sobre sus pasos, si bien sus piernas le conducían en dirección opuesta.

Pronto fue de noche, Robert quería escapar, pero pronto empezaron los gritos de nuevo. Con sus uñas arañó la madera oscura, intentando desplazarse hacia la salida, pero algo le arrastraba e impedía arrastrarse.

Su corazón le palpitaba y los gritos le retumbaban en la cabeza, no conseguía moverse, intentó engañar al ser oscuro que le mantenía preso. Probó a caminar hacia atrás, sin resultado; tirarse por las ventanas, cerradas y pintadas por dentro, no pudo abrirlas; abrir los grifos de los baños para reducir el ruido, éstos se cerraban de repente.

Algo le había apresado en esa vivienda maldita y no podía salir.

Le encontraron muerto en la bañera, sin uñas, con el cabello arrancado, lleno de sangre reseca, las órbitas de los ojos arañadas en un intento de dejarse ciego, enterrado en sus propio orín y excrementos.










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