jueves, 5 de octubre de 2017

La Remington



Martín había escrito mil artículos y mil cuentos. Su fama como escritor llegó al punto álgido cuando a la temprana edad de veinticinco años, una gran editorial publicó sus cuentos para niños. 



Desde entonces, había vivido del cuento, como decía su madre, y no había conseguido redactar nada más que mereciera la pena ser leído.

Sin embargo, cada día Martín se sentaba delante de su ordenador, e intentaba exprimir su imaginación para dar forma a cuentos e historias que capturaran la atención del lector.

Y cada noche, terminaba con una obra inconclusa, que a los pocos días acababa siendo borrada y vaciada en la papelera digital de su radiante Mac. Cuando despedía estos pensamientos que no llegaba a escribir del todo, tenía la oscura necesidad de arrojarse en brazos del alcohol, para renacer, al día siguiente, y comenzar la misma rutina una y otra vez.

Un buen día finalmente, su editor se despidió con un frío mensaje en el contestador, a la vez que sus crecientes acreedores se hicieron con la propiedad de su casa.  No pudo ni rescatar su glamurosa computadora, y con lo puesto, se presentó en casa de su madre, quien le ofreció como sólo una madre puede hacerlo, su ayuda para recuperarse.

Como condición le impuso que viviera en la casa de la familia en el campo, a la que ella acudía los fines de semana. Cada domingo le revisaría sus escritos. Martín no podía sino aceptar, y dado que no disponía de efectivo, con sus tarjetas de crédito bloqueadas e ingresos embargados, no podía sino vivir de la caridad de su madre. Ésta vendría cada fin de semana, llenaría la nevera y le prepararía alguna comida, pero no iba a surtirle de ningún tipo de bebida alcohólica.

El primer día no quiso escribir, ni el segundo, pero tras un mes de arrepentimiento y reflexión, decidió volver a intentar el oficio de escritor.

Limpió el polvo de la máquina Remington, una antigüedad que su padre de origen español había traído de España cuando migró a Estados Unidos. El aparato disponía de unas teclas redondas y negras en las que las letras refulgían, totalmente blancas.

Su padre, Manuel García, había redactado muchos artículos y cuentos con esta máquina. En su trabajo para Walt Disney como redactor, su prolífico trabajo había provocado sonrisas en niños de múltiples generaciones.

Martín sentía pesar al mirar la máquina, fallar en esta tarea sería como faltar al recuerdo de su padre, así que sintió una determinación desconocida desde hace muchos años que le hizo comenzar a escribir. Su cabeza empezó a ver un personaje, de pelo rojo y traje verde, que podría ser el protagonista de unos cuentos para niños. Poco a poco, el mundo mágico que entreveía Martín en su mente comenzó a tener sentido.

Sus dedos temblaron, sus manos siguieron el espasmódico movimiento de sus dedos y una nube de tensión e inseguridad acabó con las imágenes de hadas, cataratas de caramelo y abejas parlantes que le habían regalado unos segundos de felicidad.

Sus manos agarraron su cabeza y las lágrimas acariciaron sus mejillas, mientras su mente atormentada por la autocompasión era incapaz de reaccionar, ni de regir sus acciones.

Al día siguiente Martín despertó, se vio en el sofá de la sala de estar, donde esa noche le había vencido la tristeza. Encontró sus gafas enterradas entre los cojines, se dirigió de nuevo a la máquina para observar de nuevo su elegancia y fantasear con los dedos de su padre, moviéndose ágiles por sus teclas.

Pero no pudo llevar a cabo este acto de autocomplacencia, sino que vio unas hojas escritas, a la derecha de la máquina de escribir, con la última hoja que relataba el final de la historia, aún emplazada en el carro de la Remington.

La firmaba M. García, casi sin poder respirar, sacó el último folio de aquel recuerdo de su padre, que parecía vivo. Procedió a leer el título: El mundo escondido, sus ojos ávidos de leer sus propias fantasías recorrieron cada letra del escrito, y reconoció su propia creación, plasmada con las palabras con las que lo habría redactado su padre. Esta vez, sus lágrimas sabían a alegría.


Historia ideada por mi amigo Enrique Murciano.






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